La situación geográfica de la Península Ibérica en la puerta oeste del Mediterráneo ha producido migraciones continuas hacia este lugar desde tiempos muy antiguos. En la época prerromana se suceden los pueblos desde los íberos, celtas, fenicios, griegos y cartagineses. Las guerras púnicas entre Roma y Cartago van a trasladarse a la Península Ibérica en la segunda guerra púnica (año 218 antes de Cristo) y esto va a suponer la incorporación de este territorio al Imperio Romano, así como su romanización posterior. La romanización consistió en la implantación de la lengua y la cultura romanas a partir del siglo III en los países del Mediterráneo. Esto, unido a la aparición del Cristianismo, religión que se extendió por los territorios del Imperio por su carácter liberador, se tradujo en una homogeneización cultural de toda Europa hasta bien entrado el siglo VII.
La romanización en la península fue muy temprana y el uso del latín se afianzó por todos los territorios de Hispania (como fue bautizada por los cartagineses).
Nacimiento del castellano
A partir del siglo III d. C. el latín clásico se había transformado en latín vulgar, a causa de un empobrecimiento de las comunicaciones, y la llegada de pueblos germanos y su incorporación al Imperio. El latín vulgar dio lugar a las lenguas románicas que se desarrollaron por Europa, desde la costa Atlántica hasta Rumanía.
Fue fundamental la aparición de San Isidoro de Sevilla en el siglo VI. Con sus Etimologías se convirtió en el transmisor del saber de la antigüedad.
El latín vulgar se convirtió también en la base del castellano. Este pertenece a las lenguas románicas occidentales junto con el francés, galaico-portugués, catalán, leonés, aragonés y dialectos meridionales del italiano, por sus características evolutivas.
A partir de esta amplia base latina el castellano fue recibiendo otras influencias de los pueblos que pasaron por su territorio.